miércoles, 13 de mayo de 2009

CAPITULO 2.- VIR-ILIO






DE LOS MUNDOS ONÍRICOS



Pero normalmente uno no se duerme para siempre, así que Miguel Ángel parece que despierta.




VIR-ILIO (Cap. 2.).



¿Dónde estoy? Esto se parece mucho a un bosque: hay árboles, cascadas, riachuelos, pájaros, bellísimos sonidos, agradables olores... ¡hay flores! Esto tiene muy poco que ver con mi habitación pequeña –y cuadrada— en la que la pobreza material y afectiva me rodea. No tengo amigos, no tengo amigas, ni trabajo ni enchufes, ni “carnet”, ni coche, ni ordenador, ni móvil, ni relaciones sociales... no tengo un duro; pero aquí... en este mundo, ¡no me preocupa el futuro!... No hay duda, ¡estoy soñando!

Miguel Ángel se percata de que sueña. Lejos parece haber quedado la reducida habitación en la que hablaba y deliraba. En este nuevo ambiente, templado y sosegado, aunque ciertamente extraño, un dulce aroma se percibe, es el del fruto maduro de la higuera... una melodía, muy bella, suena todo el tiempo. En esta dimensión los colores son como en la vigilia, pero un mágico y extraordinario brillo plateado lo envuelve todo. Aunque en el cielo luce el sol, puedes mirar fijamente al astro dorado, pues su resplandor áureo se encuentra atenuado por un subliminal manto, elevado, de húmeda bruma. Aunque es verano, el muchacho percibe como un agradable viento fresco se ha originado en algún lugar cercano, pues hasta él llega una brisa que acaricia los troncos y las ramas –las hojas y los tallos— de todas las formas de vida vegetal que en este maravilloso lugar tienen su hogar.

Esto tiene muy poco que ver, por no decir nada, con el mundo de la vigilia ese, en el que casi toda la gente tiene prisa y es egoísta, en el que casi toda la gente es materialista, individualista y consumista –dice el muchacho, alucinado—.

Aspira un poco de aire fresco y cierra los ojos... el oxígeno onírico que respira le produce un sorprendente bienestar. Exhala el dióxido y, al descubrir sus dilatadas pupilas, divisa a alguien que viene por entre la vegetación selvática, a lo lejos. Aunque camina de lado a lado no se trata de alguien que, ebrio, se aproxime, ¡no!; más bien es como una caprichosa mariposa que revoletea de flor en flor... y... ¡parece un romano!, un romano algo afeminado.
El personaje que se le acerca viste una hermosa túnica verde, de seda, con preciosos bordados. Son bordados que recrean las más variadas formas de flora y fauna y están elaborados con fino hilo de oro puro. Calza unas sandalias muy caras y adorna su cabeza con una corona de pequeñas ramas –y tiernas hojas de laurel— entrelazadas.
Tan pintoresco individuo finalmente le alcanza... y le habla al muchacho:

- ¡Hola! Me esperabas, ¿no es así? ...así? ...así? ...

Aunque es casi imperceptible, casi inaudible, una chica con una voz muy bella, que recuerda a la dulce miel de las colmenas, reproduce sus palabras en la lejanía... Es como un eco misterioso y sublime.

- Pues no, pues no, no... no... no...

Le dice Miguel Ángel, y la bella voz también repite las suyas.

- ¿No me reconoces? –le pregunta el romano.

- No, no le he visto nunca; pero... me da la sensación de que usted sí sabe quien soy –le dice Miguel Ángel.

- Estás en lo cierto, sólo eres una pobre pluma desgajada del tiempo que es zarandeada por el viento.

Miguel Ángel se muestra perplejo.

- ¡Ah sí! ¿Qué viento?

- El viento de la vida, muchacho –le aclara.

- El viento de la vida, ¡ya, ya! Empieza a sonarme tu cara.

Y el romano le asegura:

- Yo soy tu amigo, ese amigo que te hablaba desde tu interior cuando, sin aliento, permanecías despierto y sediento, abandonado en el desierto.

- ¡No me digas!

- Sí, sí, ése soy yo.

- ¿Tú eres esa voz?

- Así es. Ahora esa voz soy yo.

- ¿No asegurabas que eras un alma atrapada? ¿Qué te ha pasado que de mi cuerpo te has liberado?

- ¡Nada!, nada que no tenga que ver con el misterioso mundo de los sueños.

- ¡Estás irreconocible! Ahora pareces un patricio, aunque un patricio algo afeminado.

- Ja ja ja... Digamos, mi querido y muy vulgar plebeyo amigo, que ahora soy más refinado...

- ¡Ya! ¡Ya te vale! Bueno y, a todo esto, ¿dónde estamos, en el Imperio Romano? ¡Juassss!

- Estamos en un bosque. ¿Acaso no ves toda la belleza esplendorosa que, ahora, a tu alrededor se concentra, esparce y aflora?

- Sí que la veo, sí, pero como vas de esa guisa, lo siento mucho, me da la risa.

Miguel Ángel descubre que en el sueño, su propia paranoia, su alma o ángel de la guarda, se ha transformado en alguien parecido a un refinado poeta romano. Y ese “refinado poeta” le propone lo siguiente:

- Iniciemos, pues, por toda esta flora, sin más demora, nuestra particular andadura, que el tiempo huye y la vida se esfuma como la espuma.

Y le ruega:

- Por favor, no me vuelvas a decir Voz. Me llamo realmente Vir-ilio.

- Está bien. ¿A dónde iremos ahora, Virgilio, al infierno? ¡Menudo rollo!

- No amigo, no. No vamos al infierno. Ni tu eres el ilustre florentino ni yo, aun siendo poeta, su admirado maestro.

- Pero... ¿no has dicho que te llamas Virgilio?

- No. Mi nombre es Vir, guión, ilio: Vir-ilio.

- Entiendo. Bien, pues, ¿a dónde iremos, Vir-ilio?

- A donde el sueño nos lleve, de momento adentrémonos en toda esta arboleda verde y densa, veamos las maravillas que esconde esta fabulosa y fastuosa selva.

- ¡Vamos! –exclama Miguel Ángel-. Que le habrá pasado a mi alma, ya no es desagradable ni dices barbaridades ni palabras malsonantes –piensa, confuso.



Aunque nada tenga que ver, y salvando las distancias, la escena recuerda a “La Divina Comedia”.
Van los dos caminando por entre la vegetación y de vez en cuando alucinan, pues no es raro ver aquí prodigios por doquier: hay plantas, pequeñas y grandes, de todos los sitios por todas partes; hay ríos cristalinos que caudalosos van en la estación estival, así como delgados arroyos transparentes que alegremente discurren; hay cascadas y hay fuentes... Pero de repente –en medio de toda es flora esplendorosa—, una muchacha –muy hermosa— les habla desde lo alto de un árbol:

- ¡Eh!

- ¿Qué hace ahí arriba ésa? –pregunta Miguel Ángel, muy extrañado.

- No sea ordinario, no seas grosero –y le apercibe Vir-ilio, con presteza.

La joven se encuentra sentada, a horcajadas, sobre la robusta rama gris de un haya. Una corona de bonitas flores y tiernos tallos entrelazados rodea sus cabellos –en parte sueltos, en parte trenzados— a la altura de las sienes. Su vestido casi nada oculta de su exuberante anatomía, pues es transparente y ligero como un discreto soplo de aire. Aunque les observa sonriente desde la altitud, permanece callada y no les dice nada.

- Me suena su cara. ¿Dónde he visto yo a esta chica antes? ¿Y se puede saber que hace ahí arriba de esa guisa? –murmura Miguel Ángel.

Y el patricio, que le oye, le mira y le dice:

- Pero... ¿no ves que es una dríade, no ves que una ninfa de los árboles?

- ¡Una dríade! ¿Estás seguro?

- Pues claro que estoy seguro. ¿Acaso crees que una chica normal y corriente se subiría a un árbol con un cendal, casi desnuda, y con una corona de flores alrededor de sus cabellos y de su frente?

- ¡Ya, ya!

- Desde luego... estos plebeyos... –se queja el romano, con cierto desdén.

Y le sugiere:
- Mi muy vulgar y desdichado amigo, ja ja... ¿por qué no vas a dar un paseo?

- ¿Un paseo? ¡Mira, Vir-ilio, ahí hay uno con un arpa!

Y, ciertamente, una deidad silvestre se les aparece.

- Ja ja ja... Sólo es una divinidad campestre, un fauno.

Le dice Vir-ilio a su amigo, y el “sabio” le habla de las ninfas y de los faunos.

- Muy bonito todo eso, pero yo insisto en que he visto a esta tía tan buena antes, ¿pero dónde?...

Miguel Ángel no puedo quitarse de la cabeza a la muchacha y piensa... y de repente, recuerda:

- ¡Ya está! Esta muchacha es la de “Las Noticias Ficticias”. Ya decía yo que me sonaba su cara, lo que pasa es que en la tele lleva otra vestimenta y el pelo recogido. Bueno, Vir-ilio, me voy a dar una... vueltecita, que te sea leve.

- Muy bien. Ten cuidado con los jabalíes, no vaya a ser que acabes tus días como Adonis.

- Tendré cuidado.


Como si fuera una diminuta brizna zarandeada por un viento onírico, de allí se aleja Miguel Ángel sin saber por qué; de allí se retira y deja, solos, a su amigo el romano y a la ninfa arbórea.

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