miércoles, 20 de mayo de 2009

CAPITULO 9.- LAPSUS

LAPSUS (Cap. 9.).

Miércoles, 22 de agosto. Sentado en un piedra, Miguel Ángel reflexiona:

Me parece a mí que va a tener razón la bruja aquella del cayado helicoidal y plateado, ya ha pasado mucho tiempo desde el día en el que entré en este largo letargo... Es muy posible que al beberme aquel misterioso y amarillento brebaje transformase en una realidad lo que sólo era un ligero y apacible sueño estival. Pasa el tiempo y no despierto. ¿Dónde estará Haranís?, ¿y Alicia? Desde la noche de las extrañas luces no las veo. Supongo que se encontrarán bien. El veneno de la sierpe se ha ido disipando en mi sangre, aunque Alicia es muy linda y muy buena persona de ella no me siento ya tan enamorado. En lo que respecta al brujo Guello, creo que Haranís estaba en lo cierto, ese granuja sólo se mueve por los mundos más profundos. De Vir-ilio tampoco se nada... Ahora me encuentro en este bosque hermoso: el sonido bello de los ríos... el croar lejano de los anuros; hay flores, agradables olores...


- ¡Eh! ¿Te acuerdas de mí?

Reaparece Proserpina.

- ¡Proserpina! Claro que me acuerdo de ti ¿Cómo estás, bonita?

Miguel Ángel se alegra al ver a la poetisa y mortífera sierpe, pues parecía que todo el mundo había desaparecido.

- Bien.

- No te noto muy animada.

- Estoy bien, Miguel Ángel, créeme. Bueno, algo aburrida. ¿Por qué no me cuentas un cuento? Shhhhhhh...

- ¿Un cuento? –le pregunta el muchacho, sorprendido.

- Sí. ¿No te sabes ninguno?

- Bueno sí, me acuerdo ahora de uno, pero te aviso que es muy raro...

- Es igual, así es más original.

- Está bien, esta historia se llama Waikiki Beach y la verdad es que no es un cuento, sino que sucedió realmente.

- Soy toda oidos...

Miguel Ángel comienza la narración:

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WAIKIKI BEACH

Cuando entré en aquella habitación oscura y vacía, fue el inmenso dibujo que había pintado en la pared negruzca lo primero que me llamó la atención. Todos teníamos la sensación de que aquel paisaje tropical sobraba allí; pero aunque todos lo pensamos en aquel instante, nadie dijo nada. La noche se esparcía en el exterior como una mancha de aceite negro lo hubiera hecho sobre una resbaladiza y limpia losa marmórea, ligeramente inclinada y blanca. El sonido del viento en la arboleda era muy parecido al aullido de los lobos, tan similar era que más de uno de mis amigos estuvo convencido de que el retorno de esos cánidos legendarios había tenido lugar en la nocturnidad; el sonido del viento en la arboleda también fue el preludio de la tormenta... Había whisky y cigarros allí para todo un año.
No tardamos en abandonar aquel habitáculo, pues a pesar del cálido paisaje, no era muy agradable la atmósfera que allí se condensaba, se respiraba un fuerte olor a humedad. Lejos de aquel lugar y, una vez que Pedro nos hubo mostrado algunas de las partes de su fantasmagórica y gigantesca casa rural, nos concentramos alrededor de una mesa en el amplio salón de la vieja construcción.
Empezamos a tomar unas copas y a charlar. Como el ambiente en el exterior era lóbrego –y tempestuoso— y en el interior lúgubre –ya que sólo nos alumbraba una vela roja—, comenzamos a hablar de terror.

Todos nos mostrábamos “acoj..." con el cuento de Edgar Allan Poe que tan bien nos estaba relatando Marecelino, todos excepto Bartolo. A Bartolo no le gustaban las historias de miedo y parecía incómodo. De repente, enfurecido y aturdido, se levantó y le cortó la cabeza –con una afilada hacha— al entusiasta narrador.


- ¡Nooo! –exclama Proserpina al oír esto.
- Tranquila, sólo es una broma –le aclara Miguel Ángel.


Bartolo sólo se levantó de la mesa para ir al baño. Como nada más contábamos con una vela y aquel caserón carecía de instalación eléctrica nuestro amiguete cortó –como si de una mortadela se tratase— un trozo del enorme cirio colorado que el bueno de Marcelino había traído para alumbrarnos; y Manolo le dijo: “¡Dale un bocao, bicho!”

¡TROOOMMMMMM... TRUMMMM..!

La lluvia y el viento arreciaban, así como los truenos y los relámpagos, conforme la noche avanzaba. De pronto, David se acordó de Bartolo:

- ¿Dónde “co...” está Bartolo?
- ¡Es verdad! –exclamé yo.

Hacía más de una hora que el chaval había ido al baño y... ¡no había regresado! Todos le llamamos desde el salón:


“¡BARTOLO! ¡BARTOLO!”

Pero el intenso ruido de la borrasca hacía que no se oyese nada. Al principio considerámos la posibilidad de que el muchacho estuviese pretendiendo asustarnos o algo parecido; pero, inmediatamente, llegamos a la conclusión de que eso no podía ser, porque a Bartolo la oscuridad y los fantasmas le daban mucho miedo. Pedro y Manolo decidieron ir a buscarle; aquel caserío era tan grande que, a lo mejor, se había caído en un pozo o, simplemente, se había extraviado. Los muchachos cortaron otro trozo de vela y fueron a ver si podían dar con él en alguna parte.

Pasaba el tiempo y ninguno de los tres regresaba. Así que David y Marcelino salieron a buscarles... Marcelino y David tampoco volvieron...
Lo que hubo quedado de la vela aún ardía, y yo, allí solito, estaba más nervioso y tenía más miedo que la abeja Maya en una planta de insecticidas. No sabía si salir corriendo de aquel lugar siniestro y espectral –a “trochamontes”, en medio de la que estaba cayendo— y avisar a la policía, a los bomberos o a alguien, o si envalentonarme e ir yo también a reunirme con mis amiguetes... en el abismo.

Finalmente me decanté por lo último: me levanté de la mesa, cogí el cirio, agarré la botella de “Ballantines” y me cargué un trago a palo seco. Bajo el efecto del alcohol y del miedo a lo desconocido, inicié mi periplo por aquellos angostos pasillos. Parecía que transitaba por las ruinas de un castillo legendario plagado de ánimas. Y éstas, las ánimas, no tardaron en manifestarse. Yo estaba horrorizado y me sentía más incómodo allí que Peter Pan en “La Matanza de Texas”
.Podía oír las cadenas de las almas en pena, así como sus desesperados llantos de ultratumba.
“¿A DÓNDE VAS? ¡AAHHHGG!”


¿Habrán sido fagocitados mis amigos por alguno de estos siniestros espectros? –me preguntaba, mientras caminaba torpemente. Sin saber por qué, mis tambaleantes pasos me conducían a la habitación misteriosa aquella en la que un inmenso dibujo tropical se mostraba. Una vez hube alcanzado la puerta, no dudé en entrar. Con fuerza, cerré la entrada y me aislé del estruendo de los fantasmas. Con la luz de mi cirio, contemplaba las hermosa palmeras de la cálida pintura. A duras penas, intentaba imaginar que me encontraba en Waikiki Beach, rodeado por un sin fin de hermosas y exuberantes aborígenes... Ya casi lo había conseguido cuando un ser tiró la puerta debajo de un hachazo.
- ¡Jo..., Marcelino, con lo buena persona que tú eras! –exclamé, horrorizado—. ¿Qué te ha pasado que te has vuelto tan malvado, qué te ha pasado que estás tan demacrado? ¡Esto parece “El resplandor”!
- ¡Voy a matarte!
- ¿Por qué?
- ¡Porque no viniste conmigo al cine!
- No sabía yo que eras tan sensible.

De allí salí corriendo como una liebre, tras lograr esquivar la afilada hoja unas cuantas veces. Creía yo hallarme a salvo cuando aparecióseme David con un cuchillo... Intente hablar con él, pero el muchacho tenía los ojos desencajados y no parecía mostrar muchas ganas de dialogar. Aunque yo no soy criminólogo, juzgue, por su aspecto, que aquel chico estaba dispuesto a cometer un asesinato. Gracias a la poca luz que había, pude escaparme “in extremis”.
- ¡Jo..., menudo panorama! –exclamé, mientras corría a ciegas por los estrechos y lóbregos pasillos.

Mi afán desesperado era encontrar la maldita puerta que daba al exterior en aquella casa encantada tan poco iluminada. Por fin la hallé... ya me iba cuando Manolo y Pedro reaparecieron en la oscuridad. Parecían dos muertos vivientes sedientos de sangre fresca, dos ánimas despiadadas procedentes del mundo de las tinieblas que bloquearon con sus cuerpos esqueléticos todas mis esperanzas.
- ¿A dónde vas? –me preguntó Manolo, con una voz gutural abominable.
- ¿Quién yo?
- ¡No, mi tía Juana! –dijo Pedro, en un tono siniestro.
- ¿Por qué no nos llevamos bien, como antes, y nos tomamos unos “güísquicitos”? –les propuse.
- ¡¡Nooooo!! –me respondieron los dos al unísono.

A trancas y barrancas, logré salir de allí. Una vez en el exterior, comprobé que Bartolo me esperaba con la motosierra de su tío en marcha, bajo el rugido de los truenos y bajo la luz de los relámpagos. Sus ojos estaban abiertos y rojos como los de un furioso.

- ¡Hombre, Bartolo, qué alegría me da verte! –le dije a mi amigo, en un intento absurdo de caerle bien.

Iba Bartolo a rebanarme el pescuezo cuando se le gripó la maquinita. Gracias a ello pude huir.

Ahora, cuando mis amigos vienen a buscarme para salir y les explico que no tengo ganas, los tíos van y se enfadan.
FIN
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- Una buena historia, lo que pasa es que...

- ¿Qué?

- Nada, nada.

- No te ha gustado mucho, ¿verdad Proserpina?

- La verdad es que no... Demasiadas palabras feas.

- Ya, es que mis amigos hablan así...Bueno, te voy a contar otra, a ver si ésta te gusta más...

- Estupendo.


Miguel Ángel empieza con el nuevo cuento:

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PEPITO JIMÉNEZ ¡Qué titi!

Queridas amigas y queridos amigos de todas las clases y estamentos, os contaré la increíble historia de Pepito Jiménez. Antes de nada, me gustaría dejar claro una cosa: por favor, que nadie se de por aludido si tiene este mismo nombre, es que da alguna forma se tenía que llamar la “criatura”.
Había una vez en mi pueblo un muchachito que suscitaba en nosotros una gran admiración. Era tal su gracia, su salero, su glamour sevillano y “semanasantero” que –cuando pasaba por la calle— todos exclamábamos embelesados:

¡OLE, OLE Y OLE!

Bueno, como este chico era tan simpático, todo el mundo le quería y adulaba. Los primeros en manifestar un amor vehemente hacia tan prodigiosa manifestación de la naturaleza eran sus papás; tanto le adoraban que, un buen día, le compraron un hermoso y candoroso corcel. En este equino tan chulo fue Pepito al Rocío. ¡Jo..., deberíais haber podido verle aquel miércoles: con su traje de flamenco y sus sajones, con su sombrero ligeramente inclinado hacia el lado derecho, con sus patillas..! ¡Qué titi! Toda la gente sencilla le observaba ofuscada, obnubilada. Recuerdo que un nutrido grupo de japoneses le hicieron miles de fotos con sus sofisticadas, prodigiosas y minúsculas cámaras digitales de altísima precisión; también recuerdo que una ciudadana británica –que trabajaba en una prestigiosa organización de la Commonwealth dedicada a la elaboración de estudios geográficos y antropológicos, y que había venido a visitar Andalucía influenciada por la literatura de Washington Irving— al ver a Pepito, me dijo a mí:

- Ese "chicow" tene una special natural grace.
- Ya lo creo que sí, no sabes tú muy bien lo gracioso que es –le aseguré yo a la guiri.

Bien, pues Pepito también formaba parte de un fantástico grupo de sevillanas, un grupo de sevillanas que se llamaba: “Qué salga al alba”. Aunque todas sus canciones versaban sobre lo mismo, a nosotros nos gustaban y las cantábamos y las bailábamos en los cumpleaños, en las bodas, en la feria, en la aldea y en el Coto Doñana. Como Pepito era tan sumamente guay, y subliminal, todo el mundo le quería y adoraba –como ya os he apuntado—, especialmente las chicas.
Aunque no se caracterizaba por ser muy buen estudiante –pues su vida se sustanciaba básicamente con la romería y con el amor exacerbado que procesaba a la Virgen—, ello no fue obstáculo, afortunadamente, para que el "titi" consiguiese un buen trabajo en la Administración. Ésta no dudó en contratar a un muchacho tan “maravilloso” –a pesar de actuar en vía de hecho, de forma arbitraria, inobservando las más elementales normas de la Constitución y de la Ley 30/92, así como otras disposiciones que regulan el acceso de los ciudadanos a trabajar en las Administraciones Públicas—.

Bueno pues, resulta que a partir de ese instante, Pepito Jiménez comenzó a pasearse por las calles de mi pueblo en un flamante y portentoso vehículo todo-terreno turbo intercooler –verde botella—; y no os podéis hacer ni una idea de los felices que éramos todos, y todas, al ver a un chico tan extremadamente “valioso” dar vueltas –y vueltas— en un coche oficial quemando combustible sin parar.

Como podéis apreciar, amigas y amigos, todo era idílico en mi pueblo, pues nos sentíamos pletóricos y orgullosos de la existencia de un ser tan sumamente “gracioso”. Pero la desdicha nos aguardaba a la vuelta de la esquina, pues aconteció un día una tragedia; sí, sí, una tragedia. Se dirigía Pepito a la aldea con su Hermandad; el muchacho se había quedado solo a lomos de su fabuloso caballito, pues su novia había bajado un momento a rezar un poquito; Pepito cantaba una hermosa y conmovedora sevillana –en medio de todo el cariño colectivo que en nosotros suscitaba— cuando:
“ZASSSSSH, PSSSSIIIIIIHHH”

Una pérfida víbora, mosqueada por la abundante afluencia de peregrinos en su camino, le clavó el diente en la pezuña a su candoroso corcel.

- ¡Jijijiji!, una pérfida víbora –Proserpina se ríe.

El equino, atolondrado, rompió a relinchar y a dar brincos. Nuestro ídolo comenzó a elevarse por el éter azul y templado del mes de mayo –como un trasbordador espacial— y nosotros observábamos desesperados sus paseos estelares.

“¡CIELO SANTO, SE VA A MATAR!”
Exclamaba la fervorosa, enardecida y pseudocatólica multitud.

Un nutrido grupo de japoneses grabaron el suceso con sus sofisticadas cámaras digitales de 300.000 megapíxeles y un ciudadano norteamericano, que dominaba el castellano, me comentó a mí:

- ¡Como siga así, ese chaval va a llegar a Matalascanas!
- ¡Se dice Matalascañas, no Matalascanas!
- Matalascanas... ¡si lo pronuncio bien!
- Bueno vale, lo que tú digas.

En una de esas elevaciones, una poderosa águila culebrera, cuya envergadura de alas superaba con creces a la de un Airbus 340, atrapó a Pepito con sus enormes garras de acero. Afortunadamente, no hubo que lamentar ningún otro incidente.
La muy cruel ave se lo llevó a su nido –el cual se hallaba en lo alto de un majestuoso pino piñonero, en las últimas ramas verdes de su frondosa copa elevada, en el Coto Doñana—, y sus intenciones eran inequívocas, sus intenciones eran "alimentarias". La muy cruel ave se lo llevó a su nido y nos dejó a nosotros sin la dicha de su compañía, sin su “natural grace”... ¡Qué amarga la existencia puede llegar a ser!, queridos amigos y amigas.

En las uñas falciformes de la enorme rapaz, la vida no era tan bonita... Al fin, tras un vertiginoso vuelo hasta los confines del Acebuche, el pajarraco depositó a su presa en el conglomerado de raíces, ramas, plumas, lodo y excrementos que estos seres alados suelen tener por morada; allí, unos hambrientos polluelos, concretamente tres, esperaban ansiosos a su progenitora.
- ¡Por fin apareces, mamá! –dijo el menor de ellos, que tenía menos plumas que los pollos de la feria.
- ¿Y este tío quién es? –preguntó el mayor, que no podía ser más feo el pobre.
- ¡No importa quién sea, nos lo vamos a zampar ahora mismo! –añadió el del medio, que tenía más hambre que el Lazarillo de Tormes.

Iban los animalitos a darse un festín con el desdichado muchacho cuando, desesperado por la inminencia de una muerte desgarradora y cruel, el peregrino comenzó a cantar una triste y conmovedora sevillana de ésas tan bonitas que él cantaba:

“To los días
Yo me levanto
To lleno de tristeza”
...

Las aves quedaron maravilladas al oírle. Tanto les gustó que le perdonaron la vida.
Esto así, que pudiera parecer un final feliz, sin embargo no lo fue. No lo fue porque las rapaces le maniataron y amarraron al nido, con sus picos recios y curvados, y le obligaron a interpretar una copla tras otra. Los ominosos pajarracos le daban cientos de picotazos cuando se callaba, y le alimentaban con toda suerte de culebras; la criatura estaba más incómoda allí que “Mary Poppins” en “La Matanza de Texas”. Menos mal que un día –y cuando ya habían pasado unos cuantos años desde su rapto— a un biólogo, de la Universidad de Utah, le dio por hacer un reportaje para “National Geographic” sobre los hábitos de las águilas en Doñana, que si no todavía está Pepito Jiménez cantando sevillanas y comiendo carne de serpiente en lo alto del pino ese.
Fin
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- ¡Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja aj aja ja aja ja ja aja ja ja ja ja..!

- Este sí te ha parecido bueno, ¿eh, Proserpina?

- Sí, este me ha gustado una barbaridad... Será que es tan esperpético... jaja, shhhhhhhhh...


(...)



La venenosa, mortal y poetisa sierpe se aleja, en su retirada deja un sinfín de curvitas, se mete entre lo arbustos y... se pierde.

Nuevamente sólo, el muchacho piensa:

El futuro... es difícil saber lo que va a pasar a ciencia cierta; pero todo el mundo, o casi todo el mundo, hace planes y diseña el porvenir. Cuánta gente perdida, de pronto, halla una salida; a cuánta gente afortunada sorprende, de repente, la desdicha. Sin embargo, sí observo que, a pesar de todo, parece haber seres a los que suele sonreír la suerte más frecuentemente; así como otras criaturas a las que la adversidad persigue siempre. Sea lo que sea y lo cojas por donde lo cojas, una cosa está clarita: No se puede prever todo lo que va a suceder... yo ni siquiera sé cómo va a terminar todo esto...

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